lunes, 28 de julio de 2014

Así nos engañan con los "descuentos" de las ofertas.


ofertas adictamente

Cuando recorremos los pasillos de un supermercado, entramos en una tienda de marca o simplemente leemos el menú de un restaurante, no siempre interpretamos correctamente lo que vemos. En especial cuando se trata de números. La razón es que padecemos una serie de defectos de comprensión matemática que nos afectan a todos. Son fallos de entendimiento que están en la estructura misma del cerebro humano. A causa de ellos existen pequeños trucos que pueden inducirnos a comprar un producto creyendo que estamos realizando un gran ahorro cuando realmente no es así.


En efecto, somos retrasados matemáticos. Así como la evolución ha sintonizado nuestros sentidos para que podamos diferenciar con facilidad y precisión millones de tonos de color y sutiles matices de sabor y olor, nuestra percepción intuitiva de cantidades, números y relaciones entre magnitudes deja mucho que desear. El cerebro fracasa de modo sistemático en muchas tareas de comparación cuando se trata de cifras y magnitudes.


Veamos una demostración basada en experiencias habituales. Estas ante dos ofertas de detergente. Una ofrece un descuento del 33%. La otra te cobra lo mismo, pero añade un 33% de producto extra. ¿Cuál te conviene más? La mayoría de las personas responde que las dos ofertas son equivalentes: que un 33% menos de precio equivale a un porcentaje idéntico superior de detergente en el paquete. Pero no es así: un 33% de precio equivale a un 50% de producto. Imaginemos que el paquete es de un kilo, y el precio 30 pesos. El precio sin oferta es de 30 pesos/kilo. Un 33% del precio serían 9.9 pesos, así que la rebaja dejaría el precio en 20.1 pesos/kilo. Un aumento del 33% de producto supondría pagar 30 pesos por 1.333 kilos de detergente, lo que supone un precio de 22.50 pesos/kilo. A primera vista, las dos ofertas nos parecen similares, pero la rebaja del 33% del precio nos conviene más a nosotros y menos al comerciante.


Por eso los pasillos de los supermercados están repletos de ofertas tipo “20% más de producto gratis”. Los vendedores se aprovechan de nuestra confusión. Y no es el único defecto de percepción matemática del que hacen uso. La verdad es que no tenemos ni idea de lo que valen las cosas. Podemos memorizar precios, y hay gente capaz de recordar con detalle de centavos cuánto cuesta un vestido, una moto, una joya y una botella de licor. Aunque conocer precios de venta al público es sencillo, estimar cuánto debe valer un objeto es muy difícil.


Víctimas del número nueve
Cuando se nos pregunta cuál debería ser el precio justo de algún producto, las cifras varían enormemente. Porque, ¿cuánto cuesta fabricar una silla, por ejemplo? Desconocemos cuánto cuestan las cosas, de modo que ante un producto acabado, nuestro cerebro tiene pocos datos con los que calcular. Ahí es donde entra el “anclado” (anchoring, en inglés), un sistema utilizado para manipular nuestras perspectivas comerciales.


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Lo que hace el cerebro para estimar el valor o precio de un producto es comparar. Lo hace con otro producto que esté relacionado; ese precio inicial se convierte en el “ancla” de nuestra percepción de valor. No sabemos lo que cuesta un suéter, pero al entrar en la tienda vemos una chamarra que costaba 1,200 pesos y eso ha “anclado” nuestra percepción del precio. Ahora, los 400 pesos que cuesta el suéter parecen baratos, porque los comparamos con los 1,200 de la chaqueta.


Por eso en muchas tiendas de lujo lo primero que encontramos son productos escandalosamente caros: un bolso de 23,500 pesos, un traje de 25,000, una cámara digital de 50,000. En comparación con esta “ancla”, luego la pulsera de 300, la chalina de 250 y el celular de 600 parecen tener un precio ridículo. Esta es la razón de que algunos restaurantes ofrezcan hamburguesas de 120 pesos, o hot dogs de 60. A su lado, una arrachera de “solo” 80 pesos nos parece una ganga.


Para aumentar las ventas de un producto, no hay nada como poner al lado una versión de lujo y carísima de ese mismo objeto: de pronto, un precio que sin contexto nos habría escandalizado nos parece mucho más atractivo. Y el comerciante ha vuelto a jugar con nuestra percepción en su beneficio. Incluso, la primera cifra de un precio actúa como “ancla”. Por eso hay precios acabados en nueve. Porque 29.99 para nuestra mente no es “prácticamente 30”, sino “veinte y pico”: casi 10 pesos de diferencia en un solo centavo. La comparación y el “ancla” se hacen desde esa primera cifra. De ahí que las estanterías y etiquetas tengan precios que están a uno o cinco centavos de la siguiente decena, para aprovechar esta debilidad.


Este truco de evocarnos la decena inferior con precios acabados en nueve se ha empleado tanto que consideramos casi mágica esta cifra. Así, el nueve se ha transformado en una especie de código secreto, una manera de comunicarle al posible cliente que respetamos sus tendencias ahorrativas, una señal de precio mínimo. Por tal motivo, el “9” es la cifra más repetida, con mucha diferencia, en los precios de venta al público.


¿Justos por naturaleza?
La comparación es nuestra forma básica de establecer precios. Por lo cual, y de modo natural, tendemos a aborrecer los extremos. A la hora de estimar precios procuramos triangular, buscar la media entre el más caro y el más barato en oferta. Como en muchas otras cosas, buscamos el “dorado punto medio” de los filósofos griegos. Claro que eso permite de nuevo al comerciante avispado jugar con nuestra percepción, al alterar los términos de la comparación. Por ejemplo, al modificar el plato más caro o más barato de un menú, se puede conseguir atraer la atención del comensal hacia el plato que resulte más rentable al restaurante.


Este truco resulta eficaz cuando en la compra existe un componente social, cuando se hace delante de testigos: porque nadie quiere parecer avaro delante de sus amigos. ¿Sabes cuál es el vino, en una carta de restaurante, que deja el mayor beneficio al dueño? Se trata del segundo más barato, que es sistemáticamente el que más se consume, debido a que nadie pide el más barato. El precio puede “templarse” con facilidad si se incluye, en la carta de vinos, un Vega Sicilia de unos 900 pesos; junto a él, los 400 pesos de un rioja que está en segundo lugar parecerá un precio razonable y prudente. Y, ante nuestra decisión, el restaurantero, que es quien realmente pone los precios en la carta del menú, sonríe en secreto por nuestra decisión.


Todas estas manipulaciones matemáticas son posibles porque nuestro cerebro suele estimar mal las cantidades, pero, principalmente, porque tenemos programado un sentido innato de la justicia. En el más literal de los sentidos, las injusticias nos huelen mal, sobre todo cuando se cometen a nuestra costa. De esta manera, en experimentos que analizan las áreas cerebrales que se activan durante un proceso de compra o análisis de precios, aparecen sorpresas. Cuando pensamos que nos están engañando, se dispara la ínsula, la región del cerebro que reacciona ante los malos olores, las cosas desagradables y el dolor.


A nuestro cerebro no le gusta sentirse tratado de manera injusta. Cuando detecta injusticia, se siente dañado. Y, al contrario: cuando alguien nos ofrece lo que parece un trato ventajoso, se activan las áreas cerebrales que están relacionadas con el placer. De esta manera, una oferta tentadora nos sube el ánimo, porque dentro de nuestra cabeza se disparan los mismos circuitos que se activan, por ejemplo, al comer chocolate o al recibir una caricia.


El problema es que a nuestro cerebro se le puede engañar, al parecer, con facilidad. Nuestras debilidades matemáticas hacen posible activar la sensación placentera (y bloquear el “hedor mental” del precio demasiado alto), incluso cuando la oferta no es tan buena como podría parecer. Por otro lado, si a los defectos de nuestra percepción de cantidades le añadimos nuestra conocida debilidad por las buenas histo-rias, la combinación puede resultar completamente irresistible. Así que la próxima vez que veas un programa de ventas por televisión, trata de analizar cuántas de las técnicas de manipulación matemática que hemos reseñado ahora se aplican en el discurso de los presentadores.        


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